¿Qué tiene este juego que nos atrapa de la forma en que lo hace…? ¿Por qué nos alegra hasta el paroxismo o nos amarga hasta la desolación…? ¿A raíz de qué le entregamos tanta lealtad, tanto compromiso…? ¿Por qué un futbolista anota un gol y lo celebra como si, en el mismo momento, un heraldo le hubiese avisado que nació su primer hijo, ganó la lotería, lo acaba de fichar el Manchester United y fue convocado para disputar el Mundial, todo junto…? ¿Por qué incluso un hombre que lleva marcados 200 goles en Primera División convierte otro y grita hasta malherir sus cuerdas vocales, se cuelga del alambrado, se quita su camiseta y la arroja al aire, se transforma en un poseído…?
Eso pasa incluso a nivel barrial, colegial. Jugamos un partido en una liga comercial, metimos un golazo y a la noche no dormimos. Y al otro día vamos al trabajo creyéndonos Falcao, Cristiano o Luis Suárez.
¿Qué lleva a un señor que puede ser plomero o presidente de la Corte Suprema, harapiento o millonario, analfabeto o literato a explotar de emoción por un triunfo de su equipo…? Nunca lo sabremos con exactitud. Hemos formulado esta pregunta a muchas personas; nadie tiene un respuesta precisa. Algo es seguro: todos tenemos dentro un ‘Tano’ Pasman.
La atracción por el juego está cosida y pegada con el amor por el club, son dos componentes vulcanizados. No se sabe bien cuál nace primero, aunque luego caminan juntos para siempre.
Ahora que estamos a las puertas de la Eurocopa, la expectativa, incluso la euforia por el fútbol se acrecientan notoriamente. Lo comprobamos en la TV, en los diarios, en la cantidad de anuncios publicitarios relacionados con la Copa, los programas, las entrevistas; una gruesa porción de los contenidos gira en torno al juego, las posibilidades del equipo nacional, los lesionados, las posibles revelaciones, quién será el campeón, etcéteras varios.
El fútbol es el menos flemático y el más generoso de los legados que los ingleses dejaron a la humanidad. Tan generoso que no nos han cobrado ni un penique en concepto de derechos de autor. Semejante descuido de su parte –y tamaño invento– los exculpa de todas sus fechorías cometidas en ultramar, por los siglos de los siglos.
En el fútbol todos somos iguales. He ahí uno de sus secretos. El presidente del club o el millonario no pueden arrogarse ser más hinchas del equipo que un humilde trabajador. Nadie puede considerarse más fiel seguidor solo porque ocupe un puesto relevante en la institución, ni el técnico, ni un ídolo es más de ese club que el último de sus aficionados. En el grado de pertenencia prima un sentido igualitario y democrático asombroso.
Otra clave está en el gol. Nos gusta el fútbol por su épica, y en ella el gol juega un rol fundamental. Porque no hay tantos goles como en otros deportes que terminan 98 a 70 o 44 a 12. El ‘tanto’, en otros juegos, no es tan festejado, ¡si hay cantidades…! Aquí, un gol es un bien preciado. Se busca con el alma y se cuida con la sangre. Hacerlo o desperdiciarlo tiene fuertes connotaciones. Una bola que pega en el palo y recorre toda la línea puede paralizar el corazón de cientos de millones. Y el estallido o el lamento posterior se escuchan a kilómetros. A quien pesque descuidado la onda expansiva del gol lo hace volar por los aires.
Esa escasez de goles (en relación al básquet, el vóley, el ‘rugby’, etc.) le confiere un tinte dramático, bellísimo. El fútbol italiano siempre fue el de menos goles; una jornada dominical podía terminar en los años 60 con 8 o 9 goles en total. Pero cierta vez, en los 90, sucedió un fenómeno extraño y los partidos acababan 4 a 3, 6 a 2 y así. Duró poco, una o dos temporadas. Enrique Omar Sívori, dios de la zurda, digamos el padre de Maradona y el abuelo de Messi (y primo lejano del ‘Loro’ Cueto), se enojó: “¿Qué está pasando…? Esto no es fútbol, es una vergüenza la cantidad de goles, significa que no se está jugando bien”. Primero no lo entendí; tenía su grado de razón.
Ser hincha es tener un amor para toda la vida, con algunos desencantos fugaces, pero sin perfidia. Es increíble, uno no puede traicionar a su club ni aun proponiéndoselo. Un idilio que aún después de cincuenta o sesenta años se mantiene lozano y sincero como el primer día. Esto no se da con ningún otro deporte ni actividad humana, solo el fútbol genera tanta adhesión incondicional. Y solo termina cuando nos vamos al otro mundo. Es un misterio insondable: es el contrato más serio que existe; no se firma, pero no se rompe ni se viola jamás.
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